Improvisándole a la muerte 2

                La grácil, graciosa y tajante musa se apoyó sobre el barandal que le acogía con una vista tan única como hiriente y pecaminosa para el alma, hiriente, porque tal vez no volvería nunca a pararse en las hermosas costas romanas, y pecaminosa porque bien sabía que el dinero que gastaba podría tener un mejor fin.

                Se moría el día treinta recorriendo las tierras donde abundaban los canales y las salsas. Treinta largos días en los que sus ojos habían visto de todo, aunque hoy, sus ojos solo tenían gusto por el mar. El celestino manto corría de aquí para allá sin razón de ser, y ella, igual que la húmeda naturaleza, no paraba de recordar ese maldito sentimiento que se acogía en el hombro derecho, donde decía ella, era el refugio del alma cuando se aproximaba una desgracia. Afligida y absorta en masajear el alma encogida en su hombro, pensaba en su pronta retirada de la tierra tricolor cuando una pelota encontró el camino hasta su pie, abstrayéndola de todo pensamiento.

                La pelota, con el cuero desgastada y un poco ahuevada le acarició el tobillo y a los pocos segundos su diminuto dueño de quizá unos seis años se aproximó a toda prisa pidiendo disculpas. Entonces, la grácil, graciosa y tajante musa no cazo la idea de que entendía a la perfección lo que el chiquillo le decía. Ella se agachó para tomarlo, la miró un poco, le sonrió al niño y se crispó cuando, al devolvérsela, percibió la frialdad de sus diminutos dedos, una frialdad que le dejó los pelos de punta y que resintió sobre el escondite de su alma.

                —¿No tienes frío? —Consultó viéndolo más en detalle, esas pecas traviesas que se repartían entre sus ojos le recordaban a un viejo amigo de la infancia.

                El chiquito le contestó algo que no escuchó, ella sacudió levemente la cabeza y cuando él tuvo la amabilidad de repetirle, se percató que la había llamado por su nombre.

                —¿Cómo dices? ¿Cómo sabes mi nombre?

                —Muchas se llaman igual. Supongo. —Dijo el chiquillo, mientras más lo pensaba, en aquellos diminutos ojos como canicas creyó ver un melancólico velo negro.

                —Niño acompáñame a sentarme, —Dijo la musa, sintiéndose curiosa y extrañada en igual medida.

                Ambos se sentaron en un banco cercano como si fueran hermanos, el chiquillo dejó la pelota debajo del banco y se pegó a ella. Parecían estar únicamente ellos dos, el resto del mundo seguía sin mirarles, estaban solos en la inmensidad del planeta, del azar, enredados en los rarísimos hilos que teje la vida.

                —¿Cómo dijiste que te llamas? —Preguntó la musa.

                —Amber, como sea.

                —¿Cómo “como sea”? —Volvió a preguntar. Sin darse cuenta, volvía acariciar el refugio de su arrinconada alma.

                —Sí. De todos modos no vas a recordarlo. —En ese el velo que creía ver en lo profundos ojos del diminuto extraño creyó ver una mueca de desagrado que se le escapaba, completamente diferente a su rostro, que se hallaba completamente estoico. El chiquillo dibujó una diminuta sonrisa con sus labios y le tocó el hombro, el alma—. No hará falta.

                La musa, en su mente, comenzó a adentrarse en el mar de lo extraño, metió un dedo con temor, dando el primer paso a una infinidad de pensamientos inconclusos, e intento no moverse, pero una curiosa alga, negra como el petróleo y fría como los huesos congelados empezó a tirar de ella, hundiendo sus ánimos y su espíritu, diluyéndose poco a poco gracias a la compañía del infante. Luego de que él le tocara su “alma” se tensó otra vez y sintió como huía de su hombro, expandiendo el sentimiento lentamente al resto del cuerpo con demasiado esfuerzo, demasiado trabajo, sentimiento que inundó el omoplato, devorándolo por completo. Luego le siguió la clavícula y cuando llegó al esternón ella dejó de seguirle. Pero el mal seguiría esparciéndose hasta cubrirlo todo como una mancha benigna y caprichosa que todo lo quiere. No necesitaron más palabras.

                —¿Hay algo que pueda hacer? —Preguntó viendo hacia el mar una vez más, de soslayo percibió al chico negando con la cabeza, aspiró profundamente y soltó su afligido hombro—, ¿Puedo pedirte dos cosas? Solo dos. —Sintió un espasmo en el brazo que le torció la cara del dolor. Preguntó—: ¿M-Mi madre está bien?

                Él cerró sus ojos, como si pensara, la tosca, triste y condescendiente musa pensó entonces lo hermoso que se veía sin ese velo que dibujaba en sus pupilas. Luego de pensárselo por unos pocos segundos los volvió a abrir y la tranquilizó.

                —Sí, y mejora. Sabes, no lamento que hayas ignorado tu herencia.

                Y por penúltima vez la musa brilló con su risa, jamás olvidaría esa maldición que le regaló la biología de su madre, el mismo regalo que ahora le chupaba la poca vida que le quedaba por mero capricho de unos pocos átomos infelices.

                La tosca musa Ignoró algo que él le decía, se puso de pie y caminó otra vez hasta el barandal, tropezando varias veces en el camino. Sacó el celular y se aferró al metal para no caer. Buscó el contacto de su madre y como pudo se esforzó por enviarle cada una de las fotos de sus infinitos viajes, viajes que vivieron toda una vida en las ideas de su madre, pero ella nunca quiso negarle ningún deseo, cumpliendo deseos ajenos la mayor parte de su grácil vida. Cuando corroboró que habían llegado dejó de preocuparse por todo y lo soltó, dejándolo libre hacia esa inmensa y apasionante masa azul.

                Miró al atardecer una vez más, se giró y de espaldas al barandal se sostuvo con las escasas fuerzas que le quedaban en sus brazos, envolviendo el frío metal y alzó la cara para mirarle. Él seguía sentado en el banco, tan inocente, tan tranquilo con sus manitos sobre las rodillas, con sus piernitas colgando, esperando a una madre que nunca llegaría, porque nunca tuvo una, él o ella era el padre o la madre de toda vida, sino la abuela, tan anciana, tan eterna que se cobró hasta la primera flor vio nacer el mundo, ese maldito mundo que ahora se le escapaba a la triste musa.

                Varias personas que pasaban junto a ella le preguntaban si se hallaba bien, pero la pálida, decadente y abandonada musa los ignoró a cada uno de ellos, en cambio le sonrió a él o ella.

                —La segunda… la segunda cosa, —ya empezaba a negársele la respiración, jadeaba—, dejame verte como realmente naciste. Sin tretas, ni disfraces.

                El tiempo apremiaba y él o ella lo sabía más que nadie, intento ser breve.

                —Tus ojos no tendrán como graficarlo de todos modos, es un deseo inútil. Pero como desees.

                El no infante le miró fijamente a los ojos y ella sonrió creyendo ver como el diminuto velo que se movía en sus diminutas canicas oculares se escapaba de su ínfima prisión para venir a verla, deslumbrándola con su presencia, bendiciéndola con la respuestas que todos tendrían alguna vez, tan común y temeraria. Como hizo pocas veces se plantó tan campante y tranquilizadora frente a la enferma musa. Ella tosió sin control agachando la cabeza y él o ella, con un soplo de realidad adormeciente le alzó el rostro, le acarició el alma con la verdad más cariñosa de toda existencia, con esos detalles tan finos que solo él o ella es capaz de expresar antes de cumplir su deber, llevándose, delicadamente entre sus manos un elemento tan preciso y hermoso para el ser humano; y cubriéndole las pupilas con un triste trapo con aroma a abandono.

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