19 – Hojas y un pico

                He adormitado demasiado tiempo en este casi mes que tanto me ahogó, a tal punto que perdí la noción de mi escritura. No te preocupes, no ha estado pasando mucho de lo que haya que hablar. Dese aquellas fechas en las que empecé a oír gritos donde no existía ni un susurro —tras el profesor de informática empezó la kiosquera del edificio, luego los de ordenanza y hasta unos extraños que nos cruzamos en el camino a casa—; Él empezó a retraerse otra vez, mientras que el miedo estuvo y sigue estando gran parte del tiempo en una esquina de la casa, viéndose los pulgares como si estuviera apenado por existir entre nosotros. Aun así no podía sentir lastima ni pena por ese ser, es incapaz de propinar cosas buenas.

                Por desgracia, sí, en estas semanas solo caímos en casilleros de retroceso. Puede que los únicos respiros que me hayan salvado la psiquis sean estos miércoles de siestas interrumpidas por las letras y la poesía. Aunque su tajante propuesta que incitaba al exhibicionismo se volvía una amenaza cada vez más grande.

                Nadie en el grupo de mis amigos escritores se había enterado en lo que ocurría en nuestro interior. Mi manada de tres había creado una fogata que ahora empezaba a consumir la alfombra, nadie fuera se daría cuenta porque habíamos cerrado las ventanas a propósito. Capaz y por suerte, el humo saldría tarde o temprano, si la chimenea no le basta encontrará una ventana por la que escapar, o por la puerta o esperará hasta cerca del final, para salir en el momento que la casa por fin se venga abajo.

                Como te veía comentando, entre los casilleros de retroceso: La muerte espiritual habitó en mí los recientes días de la última semana y un día en el que me cansé de tanto adormitar, desperté siendo el único en la habitación. Siendo el último en salir de la cama y el último en escuchar ese canto. Sus camas habían sido violadas por la cotidianeidad, desarmadas por completo, abandonadas y frías. En la cocina estaba el mate igual de solo y frio, mientras seguía escuchando ese tímido canturreo salí al frente de la casa y me los encontré. Él y el casi cuarentón estaban parados al pie de la palmera que nos abrazaba con su sombra en los veranos.

                —¿Qué pasa? —Pregunté incrédulo. Ambos estaban embobados, viendo al loro que se había proclamado de nuestra palmera. El verde pícaro casi se camuflaba entre las hojas enormes. Su pico negro y una que otra pluma roja lo delataban entre la naturaleza.

                —Hace horas que está ahí. Solo sabe decir tres cosas. Debe de ser de alguien del barrio.

                —Seguro. —Contesté. Y otra vez huyo la conversación en el desinterés ajeno. No los culpaba, apenas había abierto los ojos en el mediodía y ellos de seguro hace rato que lo estaban escuchando.

                Ambos perdieron el interés a nada de mi estadía y caminaron perezosamente devuelta a la cocina. Yo, que no quería parecer mal educado ante el inquilino conquistador; me agaché alzando todavía más el mentón. Abracé mis piernas, resguardando los centímetros que separaban a mi trasero del suelo y me le quedé mirando. ‘El conquistador’ como le llamé, miraba en todas las direcciones posibles repitiendo cada dos por tres “papa” haciendo pausas para recordar de mala manera a la mamá de alguno de sus dueños y saludar.

                Resultaba irrisorio vivir el punto más sensible de mi vida, como la más suave cosa, el más tranquilo de los elementos podía hacerme separara la cara del día. Hoy es un loro que te visita inocentemente, en un mediodía cualquiera y grita lo que se aprendió en quien sabe cuántos meses. Mañana es otra cosa ¿Será que habitamos entre mutaciones de la costumbre?

                Había una vez un puntopersona… no, ya te conté alguna vez de eso ¿No es cierto? ¿Q   ué podría hacer puntopersona en un embrollo así? Nada. Es así, no podría hacer nada porque es un mísero punto inventado por mis letras. Vaya, no sé qué tan infundada esté esta molestia. Debería disculparme con puntopersona más tarde.

                Solo entiendo que no puedo subirme a la palmera por un loro, ni comprarlo para que se baje. Tengo perros nada más, no me confiaría su vida en una persona de perros.

                —¿Qué hace un loro perdido? Se habrá confundido con una de esas plantas que se supone, sean sus casas naturales capaz, ¿Por qué me urges loro? ¿Por qué picoteas donde ya no tengo caparazón? ¿Es que brilla acaso más mi piel sana? Porque no es la misma que luzco en mis fortalezas. Tengo miedo y me odio Loro, ¿Es eso lo que querías escuchar? Me odio por tener miedo. No, no tengo “papa” ni tengo cobija para vos en esta casa, porque te volarás en cuanto intente cruzar tu morada invisible que plantaste ahí arriba. —Suspiré pensando en la rara variación que se hallaba al pasar de escuchar cosas inexistentes a hablar con loros.—. Tengo miedo.

                Entonces oí algo muy bajito atrás mío, pero ya me encontraba yo en la privacidad de la charla con el plumífero amigo y no quise escuchar.

                —Papa… la papa. ¿Qué…? Es posible, ¿Es posible que lo que hayas venido a hacer, es darme una mano para que yo practique? Porque puedo hacerlo si es lo que realmente querés. Bueno, allá voy: Me llamo Aaron Konrat y soy poeta… ¿Qué mierda digo? Voy al punto mejor. Escribí esto hace bastante ya, lo titulé: Memo. Y dice así: Flaco talo erguido; que transmite pavor; como una triste condena; embargándole el alma. Naturaleza; entre las fronteras del azulejo; hojas y pétalos; floreciendo entre la frialdad carmesí; un memo de recuerdos; orquestado con notas oscuras. —En silencio dejé escapar una bocanada de aire que bien podría haber escupido con un par de lágrimas—. ¿Qué mierda estoy haciendo? Recitándole al loro que ni siquiera sabe quién soy. Como sea, gracias. Creo. Al menos escuchaste en un respetuoso silencio y no te reíste.

                Habrá pensado que debía de devolverme algo el animal, porque tras unos segundos gritó: “Hojas” como si marcara que palabra le gustó más. Y tras todo aquella pantomima apareció Él tras de mí. Me reclamó por haberme llamado más de una vez para almorzar y no haberle contestado. Esa vez si hice caso y fuimos a comer los tres juntos.

                Nadie acotó nada, ni siquiera la comida nos recordó a algo que debíamos de añorar. Una comida insulsa cuando la sazón de la charla es inexistente. Acordamos en silencio hacerlo lo menos tortuoso posible y comimos todo un plato de arroz con carne en menos de diez minutos. En tanto yo acabé y dispuse mi plato sucio para lavar salí en búsqueda del loro, pero ya no estaba. Por alguna rara razón no me desanimó. Y en vez de perpetrarme mentalmente por lo ocurrido salí a tomar un poco de sol.

                —Supongo que no es dar lo mejor de uno al visitante solamente. —Y volví a suspirar al imaginarlo ya lejos, volando sin destino, mientras repetía algo nuevo en quien sabe cuánto tiempo.

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