“Recitar” ¿Realmente decía eso? Tal parece que sí, que leí bien: “Nos expondremos duramente a los incontables ojos acusatorios que nos analizarán, mientras estas arriba de una tarima con un micrófono en la mano y con un montón de luces apuntándote, para ver perfectamente cada centímetro de tus expresiones. Si chicos, vamos a exponernos, y nos lo pasaremos bien. La semana que viene vemos que preparamos”. Un mensaje cifrado para una persona cifrada.
Existe un señor que me mira desde entonces. Clavó su mirada en mí ni bien acabé de leer ese mensaje de texto, parecía estar demasiado interesado. ¿Interesado en mí o en el mensaje que acababa de leer?
No distinguí su sexo. Solo sé que viste —porque hasta el día de hoy lo sigo viendo— unos lentes rectangulares sobre esas lagañas, con una melena alocada, tapándose su pelo en pecho con una remera sucia y grisácea; y sobre ella una campera de jean, que podría estar de moda si viviéramos en los años setenta. Y además de todo aquello, esos ojos marrones que te penetran la vida. Entonces no comprendí el porqué de su existencia, pero hoy por hoy sé que para atraerlo a mí solo debo de pensar en cosas benignas, cosas temerarias que puedan traerlo hasta acá con sus lagañas saludándome “Hola, ¿Qué estas por hacer?” porque es permanente en las agujas del tiempo y persistente, como un hombre en sus plenos treinta y ocho queriéndose hacerse el joven, sufriendo una crisis de los cuarenta precozmente. Ya me lo imaginaba yo, apareciéndose en las reuniones de sus hijos —si es que los tenía— trayendo una coca para el fernet, o juguitos para el vino o el vodka. Queriéndose lucir con esa campera de jean horrenda sin decir nada, en su curioso y animado silencio, gritando en su interior: “aun soy joven”. Golpeándose en su perpetua guerra por querer ser joven, queriendo figurar siempre.
En aquella tarde que lo conocí, no se animó a tanto. Porque no me lo pensé mucho, todo cayó desvergonzadamente en su sitio, los peces dejaron el aire para respirar dentro de su agua y las hormigas cargaron su azúcar al hormiguero y yo comprendí mis sentimientos. Del mismo modo que todo toma un bando cuando cerramos los ojos y nos hundimos en los sueños.
Lo había vivido unas cuantas veces antes de que realmente llegara el día: El tímido poeta y escritor se acercaría al petizo escenario, hecho por tarimas, tocaría el micrófono tiernamente dos veces para preguntar inútilmente si podían escucharlo —Claro que si idiota, ya pasaron cuatro personas antes de que subieras vos— y se presentaría como “Aaron, el poeta” Se trabaría dos, capaz tres veces y recitaría algo que pensaba que le gustaría al público.
Latidos de incertidumbre
Me hundo en la profundidad de la ciudad
vista del balcón de nuestras travesuras
sintiéndome feliz
por tu Río Negro.
El aire se espesa
las nubes se forman
y no paro de pensar
si llevarme tantas despedidas
con tan solo un compañero.
El tiempo se condiciona
aleteos lentos,
en tanto te acercas
más se tarda
lenguajes de la vida.
Y de ahí al silencio. La quietud de los átomos se alzaría en señal de repudio y el poeta contaría el medio minuto que se quedaría petrificado tras el poema. Y entonces, cuando empezaba a creer que había salido dentro de todo bien, una risita le tiraría su castillo de cartas de esperanza. Luego saltaría otra risa, y otra y otra y otra más. Hasta que la risa destierre cualquier idea de recibir aplausos que el triste poeta tuvo en un principio, hasta que la risa destierre al que se creyó poeta. A aquel Aaron que pensó que podría exponerse, desnudarse ante un público.
Me expulsarían más de tres veces semanalmente de mi castillo de los sueños con esa deshonra pintándome el rostro, con ese asco en la garganta. Con ese asco, por intentar arriesgarme.
Puedo asegurar que era peor que sufrir una parálisis del sueño. Despertarse así solo sería aceptable para los inmundos que sueñan con matar o lastimar. El destierro no es aceptable si se hace algo con el corazón, es deshonroso y vacío. La pena por un mal desenlace artístico.
Siempre era igual con esto, los ojos abiertos abruptamente, la respiración agitada y cuando la vista se ajustaba a la oscuridad lo veías ahí, en la otra esquina de la habitación, extendiendo la pena, la incertidumbre a su gusto. O puede que al mío, dependiendo de cuanta atención le prestara, puesto que yo soy la razón de su existencia. Yo sabía que era el mismo que había visto aquella tarde, viéndome desde ahí, desde la fuente. Capaz lo peor de todo era que Él no parecía verlo, porque no se inmutaba al tenerlo constantemente en la lejanía, no se inmutaba al tener a un casi cuarentón siguiéndonos desde que recibimos ese mensaje. Y no es que fuera discreto tampoco, a veces parecía cojear con la pierna izquierda, después parecía hacerlo con la derecha, y a veces, hasta caminaba bien por cuadras y cuadras. Pero siempre visible, llamativo.
Desde que pensé en lo horrendo que podría acabar una simple recitada empecé a odiarme por dejar que nos siguiera. Y me odio simplemente por ello. Me odio por permitirme que me pasen estas cosas. Por dejarme sufrir solo, sin decirle a Él que también lo vea, por dejarlo entrar a nuestra vida.
Me odio por dejarlo entrar en nuestra casa. Por dejarlo comer en nuestra mesa y dejarlo usar nuestro baño.
Me odio por personificarlo tan leal. Tan persistente. Y, por sobre todo, me odio por permitirle existir.
Me odio porque, por culpa mía, ahora la manada es de tres.
Él, el miedo y yo.