Las hay de distintos formatos, las hay de distintos tamaños, existen celdas como prendas para cada tipo de persona. Como existen infinitas formas de decirlo e incontables formas de pasarla. Las hay longevas y aburridas, comprimidas y explosivas —y viceversa—. Pero solo existe una para cada uno de nosotros.
Dirás “ya lo había leído” pero es que no hay otra forma de decirlo, vida, solo existe una.
Por desgracia, soy partidario de la idea de que todos tenemos un por qué en la vida, y digo por desgracia, porque creerlo me hace caer cada cierto tiempo en la pregunta que tanto me atosiga: ¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Es esto para lo que estaba hecho en mi vida? También, por fortuna, soy partidario de lo mismo, porque me hace ver que no debo rendirme, porque la realidad —o fantasía, depende como lo creas— me hace ver que quizá esto no es lo mío y sé, que de descubrirlo algún día, no me rendiré, es esa idea de que no nos dejamos de preocupar el día que encontramos un nicho. Porque a lo largo de la vida pasarás por infinidad de habitaciones, infinidades de amores, comprarás incontables pasajes a quien sabe dónde. O capaz, seas el afortunado, ese uno entre quinientos, o entre millones, que a la primera, da con el blanco. ¿Pero realmente sabemos cuándo dimos con lo nuestro?
Una ilusión, nacida en la fantasía, alimentada con la esperanza de utilizar, o encontrar la silla que fue creada para nosotros.
Me odio.
Existen días en los que me odio profundamente. Me odio profundamente por saber lo que sé, o lo que creo saber. No sé qué es peor. Todo esto es lo que me hace volátil.
La vida es circunscripta, no nos deja par ni paz, porque no conformamos nuestra geometría en su alrededor, y eso me molesta; porque hay que encontrar los vértices para adecuarnos dentro de ella. Y para eso, no tenemos ni reglas ni compases. Me llena de cólera un mundo en el que no existirá paz hasta que te la des de frente contra tu destino, y lo peor, es que es la vida misma que te pone a caminar como bobo, cual ciego en un desierto aislado de sonido, y es la vida misma la que te premia diciéndote “basta. Ya no más, hasta acá.” Como si hubieras sabido todo este tiempo la dirección en la que debías caminar.
Lamento ser así, son en madrugadas como estas, en las que suelo escaparme un ratito de mi cama, me pongo las pantuflas y camino lentamente para no hacer ruido. Abro la puerta de nuestra casa lentamente y la cierro suavemente una vez fuera. El frio aire de las dos de la madrugada me saluda Estas mal otra vez me susurra, ¿Qué puede saber él de estar mal? ¿Será que lo sabrían? “sentirse mal es esto” dirían tal vez. Quizá el viento también sepa de este sentimiento, cuando se cruzan con bocanadas de aire caliente, siendo frio, o un tornado, puede que sea esa, la más grande expresión de dolor que pueda sentir el viento. Perdoname otra vez lo estoy haciendo.
Tapandome el pecho con los brazos camino a través de la galería del frente de nuestra casa y llego hasta el patio, el corto pasto, blanquecino por la helada que nos rodea danza levemente a los saludos que da el viento, estos no me hablan, pueden que no sean tan entrometidos, “suficiente con que nos pisan sin que digamos nada, imagínate vos si habláramos.” No, de seguro sean tímidos nada más.
Todas las escapadas nocturnas se reducen a este diminuto momento: acariciando mis costillas con mis heladas manos alzo la perilla para mirar hacia el cielo, despejado, con una postal única en esta vida de luz artificial. En nuestro barrio escasean las lámparas de la calle, lo que nos permite espiar a las estrellas que ahuyentamos con nuestras necesidades diarias, porque no sabemos aprovechar el día, esas actividades pospuestas que nos orillan a prescindir de las enormes guías de las musas, de esos únicos seres que nos miran, sin que les importe una mierda que las miramos devuelta.
Todo se resume a esto, sí. A mí, saliendo, congelándome por un minuto en la helada y ver las estrellas, pero es que me resulta eterno y glorioso. No soy nada comparado frente a siquiera una octava parte de una de las estrellas, tan diminuto, tan insignificante.
Pero creo que es un sentimiento digno de nosotros. En ese caso me siento dignamente insignificante. Porque aquel adjetivo me compara con algo que estuvo antes que yo, algo que, de tener vida habrá sufrido lo suyo para brillar así. O puede que esté completamente equivocado, solo sé que no pararé hasta ser una estrella, y eso me reconforta de cierto modo.
Tal vez las “guías” de la vida no tiene nada que ver con estas cuestiones, capaz es el camino al que yo me orillé, el camino que me obliga a comunicarme voluntariamente con las personas para concebir una respuesta de lo que estoy haciendo mal. Este camino me lleva por sus sinuosas curvas a relacionarme, a entablar charlas, a escuchar, a sentir. Un diminuto ser con ideas gigantes. Es lo que me enseñan siempre las estrellas, y por eso, estoy agradecido, constelación.