A lo largo de estos párrafos introspectivos he tenido siempre presente a los personajes soledad. A esos que conocerás bien a estas alturas y que de seguro tengas presente en tu cabeza en este momento, personitas abstraídas contra la soledad, o contra ellos mismos, aunque, para mí, serán tal vez los personajes más fieles que encontrarás nunca, porque para mal, estarían aislados, en su propia tierra. Pero para bien —aunque quizá no tanto—, si llegasen a corromperse, serán los únicos culpables.
Durante una gran parte de mi vida he escuchado decir incontables veces la típica frase “Ganamos la batalla pero no la guerra”. A mí me gusta creer que solo existen batallas, y más, si hablamos de una vida entre dos personas, porque una guerra puede llegar a ser eterna, y nosotros más que nadie tenemos el tiempo contado, aunque no sabemos bien cuanto, sí estoy seguro que es muy poco tiempo como para perderlo en una inútil guerra. Lo cierto es que, involuntariamente, nos toleramos desde el inicio, hasta que, hace poco, bien sabrás que dimos los primeros pasos como un dúo organizado.
Pero también, el hecho de alterar tu relación para con alguien no significa, ni debería implicar un cambio personal. Porque solo el dueño de la casa decide como remodelarla —Y sí quiere remodelarla—, y también, solo el dueño del auto tiene el poder de decidir como pintarlo, o que llantas ponerles. Nadie debería ser capaz de cambiarte, ni aun siendo positivamente para ti, porque el núcleo, el eje, la dirección, se tuerce si recibe una fuerza que proviene del exterior, pero se vuelve inmensamente firme, si se moldea desde dentro. Uno debe de serse fiel por siempre, porque somos la semillita que enterraremos antes de desaparecer de la historia, cuando estemos a dos metros bajo los vivos, y no todos quieren ser rosas.
Él y yo no vivimos tanto juntos como para considerarnos amigos. Es más, ya bien sabrás de por sobra, que tenía justificativos para tratarlo como todo lo contrario por una eternidad antes de siquiera considerarlo amigo. Éramos como aquellos primos que sabías que tenías, pero que nunca jamás veías, salvo en los cumpleaños, encuentros furtivos, navideños o… bueno, para esos otros encuentros, esos más tristes y en los que sobran las prendas negras.
El punto es que, puede que exista una diminuta, y solo una, la más mínima, atómica posibilidad de que ese primo, ese primo que capaz ni siquiera sabes como si te cae bien, que apenas recordás el tono de su voz; aparezca una mañana, sin previo aviso —ni explicación de un cómo ni un por qué— en la puerta de tu casa y decida acompañarte por el resto de tu vida. Te verías obligado a compartir tu fuego, tu frío, tu agua, tu todo. ¿Qué sentirías teniendo en cuenta que no puedes negarte? Bueno, así, justamente así fue como la vida lo bendijo a Él.
Aunque en una breve pausa entiende, no justificaría ni por un segundo lo vivido y lo decidido. Porque sabes bien, y hasta podrías atestiguarlo más de una vez todo aquello de lo que fui protagonista. Pero es que, quizá… dentro de todo, en parte, es apenitas entendible. Penable, porque esta vida da como quita, y paga como cobra también. Sin dejar de ser entendible.
Sí, los penales no están habitados por buenas personas, pero sí que pueden salir personas humildes y arrepentidas de ellas. Y como el tiempo alarga as raíces y agría algunos frutos para mejorarlos, a nosotros, también nos movió algunas moléculas del corazón de aquí para allá. Él, que era tan egoísta en su pasado y mayormente oscuro en su pensar, desde que pisamos aquella plaza en las horas de la noche, empezó a agriarse como los frutos. Y me alegró enormemente ver esas grietas surgieron en segundos y que dejaron entrever esa lucecita que vive hasta el día de hoy en su interior.
¿Y yo? Bueno, yo no me he visto en el espejo por un largo tiempo. Puede que sea un quehacer importantísimo para hacer durante la semana.
Estábamos en abril, en el tierno y lindo abril. Estábamos a nada de volver a cursar su último año de su frío título y yo me regodeaba entre las sabanas de mi cama, en plena flojera mañanera, sin soltar el teléfono, viendo estupideces en las redes sociales. Cuando, de la nada, llegó una notificación “X persona te ha enviado una historia de…”, era una amiga, la historia era de otra chica de la ciudad, en la misma se mostraba una foto de una hoja escrita a mano, con un texto agregado virtualmente en el celular con letras gruesas y rosadas. En el texto explicaba que se trataba de un trabajo logrado en menos de quince minutos, en un taller literario. Yo no acabé de leer aquello que Él, desde su cama me dijo:
—¿Querés ir?
Y yo le miré, inexpresivo al igual que sorprendido.
—Dice “taller literario.” ¿No serán reuniones de lectura?
—Aaron, es de escritura, mirá todo lo que escribió esa chica. Parece estar bueno. —Sin detenerse revisó más profundo en esa historia, entro al perfil de la chica en cuestión y luego de preguntarle de que se trataba me dijo—: Es de escritura, confirmado. Mirá esta en este perfil, te lo paso.
No tuve tiempo de siquiera pensar en lo que me estaba diciendo que ya me había llegado la notificación: “’Él’ te envió una publicación” y al entrar encontré una foto en la que se explicaban claramente los detalles del curioso taller, con sus horarios, y costos. No se interponía entre nuestros quehaceres de los miércoles, aunque sí que se interponía entre las siestas que nunca tomamos.
—Podemos afrontar el costo también. No es nada.
—Pero…
—Vamos a ir. Tenés que probar.
—Siempre decís eso.
—Aaron, solo quiero compartir algo que te haga bien. Digo, todo trabajito ayuda.
Cansado de la charla suspiré, dejé de lado el teléfono y busque el sueño en la siesta mañanera, intentando, por alguna razón, encontrar alguna excusa que me privara de probar alimentar una creatividad. Esa, que no sabía si debía de usar. “Nadie debería ser capaz de cambiarte, ni aun siendo positivamente para ti, porque el núcleo, el eje, la dirección, se tuerce si recibe una fuerza que proviene del exterior…” O tal vez, sea la fatiga por oponerse a esa fuerza la que fatigue al eje, haciendo que se tuerza involuntariamente.