11 – El dolor de una guerra mental

                Guerras. Duros encuentros que se remontan a lo más físico y tremebundo de la psique humana, esporádicos encuentros de personas desconocidas que anhelan acabar con el otro por no entregar lo que es de uno. Es cierto, también que existen otras guerras, más pacificas aunque no por ello, menos forzadas y tensas. Si bien algunos llevan armas y otros kits médicos, de este lado, las guerras son interminables momentos de silencio y habla elaborada para dejar mal al otro, llegando a acabar, en lo que creo yo, algo peor que la muerte. En una humillación que puede enterrar el ánimo para resaltar la ignorancia. Incluso, a veces, puede llegar más profundo, al evidenciar públicamente lo que se ha resaltado, dejándole a los jueces desconocidos, un juicio fácil y simple.

                Dejando de lado la idea de los muertos y los vivos, una situación tan tensa y exhaustiva como es la guerra, exige demasiado esfuerzo hasta las mentes más preparadas. Y por desgracia, existen guerras, soledaneas, aquellas guerras con una víctima y victimario, regente y almirante, cabo e ingeniero de equipaje. Aquellas, en las que el campo de batalla, se remonta a tus pensamientos internos.

                Nunca había escrito tanto en una tarde. Mis dedos bailoteaban aprontando las teclas, componiendo una sinfonía de ruido que ignoraba por la costumbre, mis ojos seguían su ritmo, incansables apareciendo como decenas de soldados emergiendo entre la neblina, formándose firmes y perpetuos, al pie del cañón para ser leídos. Mi mente no paraba de lanzar datos, tomándose unos pocos segundos cada vez que aparecía algún error furtivo entre letra y letra.

                Estaba acabando el cuarto capítulo de nuestra idea cuando Él entro en la pieza con un mate recién cebado.

                —Sé que no es momento de quejas pero… sí sabés que sigo al mando ¿No?

                Yo acepté la ofrenda y lo escuché mientras estiraba un poco los músculos.

                —Supongo. —Le dije—, a ver, no es ese el problema. El problema está en que pasas por encima de mí.

                —Es algo en lo que podemos trabajar. —Concretó mientras le devolvía el mate—. Qué temporada elegimos para arreglar un poco las cosas. Pronto empezarán los parciales.

                Y con una media sonrisa se escapó de nuestra diminuta charla.

                Quizá sea una de las frases que menos deseas escuchar cuando te propones estructurar un poco tu tiempo libre. Parecía estar todo pactado, cuando emergía de la eterna tormenta nuestro intento de hermandad entre los lobos que viven apretujados en el mismo lugar; se proponía a dar el primer paso hacia la paz, acabó llegando algo que nos tajaría el tiempo. Él con sus estudios y yo, con mi tiempo a consumir por un posible libro. Y bien sabía yo que tendría trabajo por partida doble con mi libro por una parte, y por otro lado, al ayudarle si así Él lo viera necesario.

No hay queja nacida en la desgana

que no haya sido en vano,

por qué habrás sabido vivir al paso

¿qué es una queja sino el suspiro de un alma?

solo es el aire que escapa del cuerpo,

y de nada sirve porque

después de exhalar, siempre se inhala.

                Ay de aquellos días pasados antes de la libertad veraniega. Los días son una acuosa jema que se escurren entre los dedos.

                Atrofiante es el insidioso calor que confunde al cuerpo por querer estar en paz, atosigándote, incitándote a liberarte de tus telas. Detesto el calor, y más en aquella época, porque habíamos acabado libres de toda responsabilidad en la primera semana de diciembre, contentos y jocosos debajo de las hojas de palmera. Por primera vez, viéndonos a la cara y sonriéndonos como un igual.

                Después de todo, no fue nada fácil aquella temporada de primavera. Él, que con sus estudios se ponía estricto con los horarios, por el incansable antojo de cumplir día tras día sin pensar en otra cosa, estancado en la frialdad de sus temas a memorizar, entre esos papeles despreocupados por llenar con conocimiento que aún no sabía si utilizaría y dejando una pizca del día para el descanso personal.

                Mientras que yo, surfeaba en las olas de las ideas espontaneas, descargando cada golpe imaginativo sobre el archivo de Word, confiado, sin pensar si todo aquello acababa quedando bien. Prefería dar dos pasadas a una historia por más que fuera un trabajo doble. Pero más allá del gusto que genera personalmente el poder crear un puntito en la imaginación y recrear con él toda una imagen, un paisaje, una historia; es leña bañada en querosén para las llamas del corazón.

                Existían, eso sí, momentos en los que los personajes no me hablaban, porque ellos son parecidos a mí en gran medida, con la única diferencia que ellos no pueden ser tangibles. Y me hablan, me cuentan sus emociones y qué cosas hacen, cómo y porqué lo hacen. Cuando se quedaban mudos me obligaban a pararme, dar vueltas como ave carroñera ante el cadáver de su imaginación, con mi único auxilio, mirar la vida por un momento para buscar el siguiente paso. También llegaba al punto en el que me ponía frente al espejo y me gritaba, les gritaba: “háblenme”, y podía verlos riéndose un poco, tan jocosos y reales dentro de mi mar de las ideas.

                También sobrevivimos a otros días más duros, a momentos agotadores de sol a sol en los que nos mirábamos con Él y llegábamos a dudar de nuestras respectivas intenciones con la vida, su frío mecanismo para pensar sobre paisajes helados y metálicos me resultaban herramientas sutiles y correctas para una supervivencia, aunque no con tanta libertad a la hora de ser feliz. Creímos que sus futuros horarios serían un suicidio lento e inagotable a la hora de hablar de su sanidad. Mientras que se suponía —al menos era lo que Él decía— que yo conseguiría un camino pavimentado con cariño si seguía a las olas de mi idealismo, sin parar de plasmarlas sobre el papel, sea virtual o físico. Pero darse una palmadita en la espalda a uno mismo no siempre resulta sanador, porque no puedes con lo que piensas de ti mismo para toda la vida. Porque el espejo te mira según como lo mires. Y para crear una idea de tu potencial, debe de existir respuestas. Respuestas que no te las puedes dar a ti mismo.

                Las crisis existenciales siempre tienen que ver con seres queridos, y nosotros no tuvimos —bueno, Él—, muchas personas en las que apoyarnos. Vivimos exiliados dentro de nuestras cuatro paredes del autodesarrollo personal, alimentando egos que nadie podía ver, porque solo estábamos nosotros, y para lo único que permitíamos que la brisa nos acariciara era para ir a sus exámenes.

                Ay de aquellos días, por qué apostamos cuatro meses por el autodesarrollo, exponiéndonos a base de agua caliente en un escenario que desconocíamos y desconocemos si llenaremos. Las farolas nos dan en la cara, impidiéndonos ver si existe publico alguno. Al menos, hasta que se baje el telón, y nos cuenten que tal lo hicimos.

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