La arena más sucia de la orilla más deprimente de planeta, juntada con dedos tan largos como el día. Mismas manos que la transportan hasta la boca de un embudo de hierro infernal, facilitándole la entrada al horno más caliente que puede existir en todo el infierno. El horno con el que el mismísimo diablo se calienta los pies. Vivaz artefacto que daría a luz al cristal que sería trabajado por los más infelices siervos de satán, moldeándolo con sus manos peladas, derritiéndose la carne de sus extremidades a por cumplirle un favor a su señor. Un deprimente servicio que daría por resultado a una botella insípida, enana y deforme, con un cuello innecesariamente largo.
La botella favorita del diablo, un agujero transparente y encorchado al vacío que de alguna forma, imagino, él llegó a comprársela. No quisiera imaginarme para qué la necesitaría alguien como belcebú, ni a qué precio se la dejó. Pero hoy la tengo posada en mi mesita de luz, mientras escribo todo esto la miro y analizo con cierto recelo. Un puñado de arena maldita, un amuleto de recuerdo, un serio y digno “nunca más” transparente y amorfo.
Julio pasó como un disparo filmado a cámara lenta, un mes de vacaciones entero para dos anti sociales es una tortura. Bueno, puede que lo agrave el hecho de estar dentro de mi fría cárcel. Él no tuvo parciales, dejándole libre albedrío. El sedentarismo afinó sus sentimientos de soledad, mientras que infló mis deseos por abrazar un papel entintado. Lo nuestro no vio mejora, sus distracciones ociosas —aunque no frías, por suerte— hundieron más el corcho, tanto que incluso llegó a introducirse unos centímetros por el cuello de la botella. Veía todo desde mi ventana, su escritorio, la mesa de la comida, la televisión cuando se le ocurría y la de todas las noches, la computadora. No sentía soles, no vivía letras, solo las pensaba. Dándoles orden una y otra vez sin poder escribirlas. Llegué al hartazgo creando crucigramas con mis versos.
Por eso el invierno me trae lindos recuerdos. Porque con el pasar de los años llegué a desarrollar de cierto modo, la habilidad de transformar las malas experiencias en consejos a futuro con mayor facilidad. El invierno liberador, cuatro meses que hoy me incentivan, porque en aquella época me torturaban con el aislamiento. Los sufría hasta que llegaba la primavera, esa estación que siempre sacaba a flote sus antiguas amistades, llenando de cumpleaños esos meses de calorcito al sol; las clases ya habían vuelto entonces y se veía obligado a liberarme de mi encierro.
Se dio en una ocasión, durante una de las caminatas primaverales que compartíamos mientras nos dirigíamos a un encuentro en el parque. Mientras yo estiraba las piernas un poco me distraía viendo a las palomas volar sobre nuestras cabezas, con sus alas extendidas y llorando sus penas al aire. Viéndolas vivir se me escapó un pensamiento en voz baja:
—¿Por qué viviré encerrado?
—¿Decías? —Me preguntó él, que iba con los auriculares puestos.
Capaz era por el final de la temporada de encierro que aquella vez estuvo abierto al dialogo, porque en cualquier otro momento podría haberme silenciado o simplemente ignorarme. Pensé por unos segundos y antes de ignorar la oportunidad y que él volviera a ponerse los auriculares reformulé la incógnita:
—¿Por qué me aíslas?
—¿Por qué lo decís? Si vivimos juntos.
—Siempre vivís por ambos. Tenes tus amistades y tus tareas, yo soy un exiliado en nuestra cotidianidad.
—Mirá, soy un técnico. ¿Sabes lo que es un técnico? Se me dan los pensamientos de cálculos y todas esas cosas. Y vos sos la parte escritora. Imagino que ves el choque, pensador técnico, fantasioso escritor. Me tacharían de idiota al ver a un escritor estudiando una tecnicatura.
Justo caminábamos a través del puente naranja que unía el resto de la ciudad con el parque. Yo iba apoyando mi mano sobre la barandilla de seguridad, mientras miraba las diminutas olas del rio que iban formando los botes pequeños. Una curiosa paloma acompañaba a uno de esos botes a motor.
—¿Me estás diciendo que lo que piensen, no, lo que digan, tus compañeros y profesores son la causa de mi encierro?
Digno de él, chasqueó la lengua al pensar.
—No entendés vos. Yo soy el que se traga todo lo de fuera, compartiremos la experiencia, pero yo lo recibo todo.
—Sinceramente no. —Dije, y dejé que se separara unos metros de mí—. No entiendo porque te rehúsas a aceptarme.
Creo que no se interesó en escuchar mis últimas palabras en toda la tarde. Él llego su encuentro con esas viejas amistades que le había dejado el colegio secundario. Y mientras él desarrollaba nuestras relaciones públicas me alejé hasta la sombra de un árbol desde el cual pudiera verlos. Solo, con mi hoja y mi papel, mientras descubría en él una faceta totalmente diferente al resto. Diferente a su día a día, diferente a su normalidad frente a los estudios. Me inspiraron unos versos que casi llegué a querer, porque entonces no me amigaba con la poesía.
Estado camaleónico
disfraz del pensador
que con otros se adecúa
al fingir tanta faceta
que el alma cansa
diluyendo una sonrisa
que hace tanto nos abandonó,
el pensador de mil colores.
Estoy seguro que fueron culpa de él. Con la despedida el sol llegó a mí una imagen. Creo que de haber sido capaz, la habría plasmado junto a los versos con el lápiz. En esa tardecita llegué a la conclusión de que él había ido conexionando distintos disfraces para su día a día, capaz, queriendo algún día, llegar a pedir que le digan camaleón. Acomodándose sin depender de ningún pensamiento, riendo junto sus amistades, hablando de infinidades de temas, escuchando con interés acerca de otros miles. Se me hace difícil verle el colón natural a un camaleón. Además de todo aquello, este tipo de camaleón acabó por hacerse un barco, barco al que acabó arrancándole el timón. Y cuando acabamos a la deriva, no supo de qué color volverse.